Cuando descubrí el encierro voluntario al que se sometieron los traductores de Inferno, la última novela de Dan Brown, me quedé atónita. Envueltos en grandes medidas de seguridad y trabajando en un búnker, tuvieron incluso que mentir a sus familias respecto a su verdadero paradero y misión encomendada (vamos, que la historia da para otro thriller completo). No sé en qué medida este episodio fue, nunca mejor dicho, “novelado” para crear más expectación y publicidad ante el inminente aterrizaje en las librerías de la obra inspirada en La divina comedia de Dante.
A mí, lo primero que se me vino a la cabeza, fueron esos pobres arquitectos de las pirámides faraónicas, a los que enterraban junto al “jefe” para que no desvelaran el secreto de los planos o, en la mejor de las opciones, les cortaban la lengua. Claro que, al menos en este caso, sí se sabe que es un mito, al igual que la creencia de que eran siervos malnutridos y flagelados los que construían estos grandes sepulcros. Parece que el origen del error está en los escritos del antiguo historiador griego Herodoto (siglo V a.C.), quien describió alguna vez a estos constructores de pirámides como esclavos.
Pues recientes descubrimientos del 2010, a raíz de las excavaciones en el Valle de Giza, confirmaron la sospecha que se tenía desde los años 90, de que se trataba de trabajadores libres; profesionales de la construcción, vaya. Si hubieran sido esclavos no hubieran podido ser enterrados en tumbas cercanas a la de su rey. Yo me alegro mucho por los esclavos, que no lo eran, y me da pena por las productoras de Hollywood que ya no podrán explotar esta imagen.
Pero sí parecen compartir los traductores y estos constructores unas arduas condiciones de trabajo. Entenderán lo de duras porque los primeros fueron privados de internet, teléfono móvil, transcribían en ordenadores atornillados a la pared, y eran acompañados en todo momento por un equipo de seguridad en sus desplazamientos del hotel al búnker. Un horror total, solo comparable a las lesiones de columna (por las grandes cargas soportadas), artritis, rotura frecuente de huesos, amputaciones y demás que padecían los trabajadores egipcios.
Bromas aparte, todas las medidas parece que son pocas dada la astronómica cifra que rodea al fenómeno (entiéndase como “hecho sorpendente” y no como “fenomenal”) de Dan Brown, tanto en venta de libros como en adaptaciones cinematográficas… Definitivamente, parece que se ha convertido en la gallina de los huevos de oro del sector editorial.
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